21/1/13

Travesía oceánica

Navegar se ha convertido para mi en una filosofía de vida, así que con cierta frecuencia me desplazo adonde sea para abordar un velero en el que pueda practicar maniobras, adquirir más conocimientos acerca de la navegación a vela y conocer otros mares, otras tierras y otras gentes.

En esta ocasión mi destino fue Brasil, limítrofre por el Sur con mi país, adonde me trasladé en un vuelo de TAM que duró aproximadamente seis horas hasta el Aeropuerto Internacional Guarulhos de São Paulo. En cuanto recogí mi mochila en el carrusel de equipajes, salí del aeropuerto y tomé un taxi que me llevó hasta el Aeropuerto Nacional Congonhas. Como eran las 5:00 de la mañana y había poco tráfico, hicimos el trayecto en veinte minutos. Una vez en Congonhas aproveché para desayunar y a las 9:00 a.m. abordé otro avión con rumbo a Rio de Janeiro. Me impactó la vista aérea de Sao Paulo, parece un inmenso lego o una maqueta de dimensiones asombrosas en la que pululan millares de edificios de todos los tamaños, ninguna otra ciudad de las que he sobrevolado se ve así desde el aire.

El avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional Santos Dumont en Rio de Janeiro a las 10:00 de la mañana. A la salida encontré el ómnibus que me dejó poco después en la Rodoviaria, donde compré un billete con destino a Angra dos Reis. El trayecto, en un autobús de la empresa Costa Verde, duró aproximadamente dos horas y media, un tramo por autopista y otro por carretera, siempre bordeando la costa.

Esa noche me alojé en el Acropolis Marina Hotel, que queda diagonal a la estación de buses de Angra dos Reis, y a un par de cuadras (llaneras) del Piratas Shopping Mall, en cuya marina aguardaba el "New Life" la llegada de sus nuevos tripulantes: tres argentinos, Ariel, Carlos y Juan, procedentes de Neuquén, y esta servidora, oriunda de Venezuela. Cuando nos encontramos con el skipper Ernesto Saikín y su esposa Loly Basovnik, nos presentamos unos a otros y enseguida nos fuimos con Loly a comprar los víveres para una semana en el supermercado del centro comercial.

Alguno se estará preguntando qué tan difícil será convivir durante siete días a bordo de un velero de 36 pies con otras cinco personas a las que jamás habías visto, y con quienes tendrás que compartir espacios reducidos, un solo baño, faenas marineras, preparación de comidas, limpieza del barco, guardias nocturnas y, por supuesto, también momentos de ocio, placer y diversión. La verdad es que a mi me resulta muy fácil integrarme a un grupo, adaptarme a las condiciones, cualesquiera que éstas sean, asumir tareas y pasarla fenomenal de principio a fin.

Navegar es vivir en el estado de libertad más absoluto cuanto más exigente, siempre de cara a los imponderables, con un sentido de responsabilidad que se eleva en cada ola y se extiende milla a milla, sin chance para la excusa o el descuido. En alta mar, lo mismo que en un puerto o en un fondeadero, es una obligación ser previsivo ante lo impredecible. En tales escenarios, el miedo controlado suele ser el mejor salvavidas.

La vida a bordo del "New Life" transcurrió armoniosamente. Nuestro capitán tenía un gran sentido del humor, excepto cuando ciertas labores exigían de nosotros un esfuerzo mayor, como cuando navegamos toda la noche y no se cansó de insistir en la importancia de que nos mantuviésemos atados a la línea de vida y de reportar en voz alta, cada quince minutos, a nuestro compañero de guardia, las condiciones del entorno a babor, a estribor y en popa. Sobre todo en la navegación noctura, es imperativo estar atentos a las boyas, que son imposibles de divisar en la oscuridad; a los pesqueros, que les importan un comino los veleros; a los cargueros petroleros, que a larga distancia es difícil saber si están fondeados o navegando; a otras embarcaciones, cuyas luces rojas y verdes deben ser nuestra única fijación; a la amenaza de una tormenta, que aquella noche alborotaba la meteo; a Poseidón, que suele tener arranques emocionales un tanto desconcertantes; y al GPS, para asegurarnos de estar en la ruta correcta, verificar el rumbo y conocer la profundidad del espacio en el que navegamos.

Nuestro itinerario comprendió Ilha Grande, Ubatuba e Ilhabela, teniendo a Angra dos Reis como punto de partida y de retorno, en una travesía de siete días. Apenas zarpamos, nos dirijimos a Sitio Forte, un rinconcito apacible donde en el pasado hubo ingenios azucareros en los que trabajaban los esclavos, fue propicio tomar allí la primera caipirinha para augurar un viaje feliz. En los días siguientes fondeamos en distintos lugares -Saco do Ceu, Lopes Mendes, Lagoa Verde, Anchieta, Abraaozinho-, fue una gozada bañarse en las playas y saborear algunos platos típicos a base de pescado y mariscos, refrescarse con un delicioso jugo de mango y maravillarse frente a los misterios de una tupida selva tropical con todos los ruidos salvajes imaginables, a las horas del alba y del ocaso, desde las cachoeiras (cascadas) hasta los monos aulladores.      





Ilhabela, cuyo topónimo original es Ilha de Sao Sebastiao, es la más grande la costa brasilera

Bulevar de las artesanías

No se vislumbra buen tiempo





Antigua cárcel de Ilhabela, construída en 1911

Igreja da Matriz de Nossa Senhora da Ajuda, inaugurada en 1806







Materiales para la elaboración de disfraces y comparsas

Trabajan todo el año en el diseño y la elaboración para el próximo Carnaval

Yatch Club de Ilhabela

Scunas que transportan a nativos y turistas a las playas



Cada uno con sus cadaunadas







Laguna Verde




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